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Graciela Ortiz es la guardiana del ?café argentino?: Lo cultiva en una finca salteña que heredó de su familia y a la que solo se llega desde Bolivia, y luego lo sirve en un bar en Jujuy

Fuente: Bichos de Campo 30/01/2023 08:59:20 hs

Graciela Ortiz nació en San Salvador de Jujuy y hoy reside en esa misma ciudad. Recuerda bien que en la década del 70, cuando era frecuente hablar de sustituir importaciones, se lanzó un ambicioso proyecto: producir café en la Argentina, en campos de Jujuy, Salta y Misiones. Antonio Ortiz, papá de Graciela, y sus hermanos

Graciela Ortiz nació en San Salvador de Jujuy y hoy reside en esa misma ciudad. Recuerda bien que en la década del 70, cuando era frecuente hablar de sustituir importaciones, se lanzó un ambicioso proyecto: producir café en la Argentina, en campos de Jujuy, Salta y Misiones.

Antonio Ortiz, papá de Graciela, y sus hermanos Juan y José, se embarcaron en aquella patriada, en la finca Candado Chico, ubicada a 70 kilómetros al norte de Colonia Santa Rosa, en el departamento de Aguas Blancas, al límite con Bolivia. “Allí mi padre –cuenta Graciela- llegó a plantar más de 70 hectáreas de café. Después apostaron a las bananas -de las que también fueron pioneros- y a otros cultivos”. Por cuestiones climáticas, las plantaciones de Jujuy y de Misiones no prosperaron. Las de Salta sobrevivieron, pero luego los aniquiló el plan de convertibilidad de los años ’90, ya que no podían competir con el café importado. Los cultivos quedaron abandonados y la selva los cubrió.

Hoy el camino vecinal que va hasta la finca que heredó Graciela está destruido, de modo que “ahora para llegar debo cruzar la aduana y pasar a Bolivia, hacer 15 kilómetros hasta el río Bermejo, dejar la camioneta y cruzar en una pequeña embarcación, llamada chalana, para regresar al lado argentino. Mi finca está pegada al río y llego caminando a mi casa”, detalla Graciela.

La mujer jujeña explica que el campo se encuentra en una región tropical, de yunga virgen, con un régimen de lluvias similar al del Amazonas. “Tenemos un arroyo donde formamos como un gran estanque y de ahí tomamos el agua con una manguera. Pero este año la seca fue tremenda y el agua de la toma fue insuficiente durante un mes y hubo tremendos incendios cercanos, en Colonia Santa Rosa. Al manejo de nuestra finca, tenemos que hacerlo con los mismos protocolos de los parques nacionales. Hay muchas reglas que cumplir y no podemos desmontar, porque es una Reserva de Biósfera. Yo conservo mi finca como ‘mi propia reserva’ y es mi propio paraíso, mi lugar en el mundo. Por eso, el café pareciera crecer como en un santuario natural”, asegura feliz, Graciela.

Es que sobrevivieron algunas plantas de aquella experiencia.

En 2007 a Graciela se le ocurrió que podía aprovechar su finca organizando visitas guiadas a turistas, los fines de semana. “Tuve la primera agencia receptiva de Salta- cuenta- con vehículos propios, con todos los permisos para ingresar a los parques nacionales con guías bilingües. Luego hice 6 cabañas y comencé a hacer turismo alternativo. Hicimos pesca de dorado con mosca, pero eso caducó porque al ser río de frontera, la especie se depredó totalmente. Después empezaron con cortes de rutas en Bolivia y tuve que suspender esa actividad”, recuerda entristecida.

Graciela nos da precisiones: “Con el tiempo decidí recuperar las plantaciones de café de mi padre, que habían quedado tapadas por la selva. El café es una planta arbustiva de unos 2,20 a 2,40 metros de altura. Nosotros la podamos para que no supere 1,60 a 1,80 metros, de modo que nos quede al alcance de la mano. Las mantuve debajo de plantas nativas. En teoría, en una hectárea pueden entrar 2500 plantas, pero yo preferí plantar 1.800. Tengo 30 hectáreas cultivadas y planto una cada 2 o 3 metros, para que queden bien ventiladas, lo que les aporta sanidad porque las protege de plagas y hongos”.

“Hoy soy la única productora de café que ha quedado en Salta. La especie de mi café es Catua, una fusión de Caturra y de Mondo Novo, que son arábigas puras. La Caturra es colombiana y su virtud es la productividad. La Mondo Novo es brasileña y su virtud es la fuerza. Tiene notas achocolatadas con un dejo a caramelo y toques de almendra”.

Aclara Graciela: “Pero mi realidad geográfica es diferente al café de Colombia, Ecuador, Brasil, Perú, Bolivia o Venezuela, de modo que tuve que adaptar todos los conocimientos adquiridos de esos países. Hice muchos ensayos para llegar a buen puerto”.

“En cuanto a la cosecha, nosotros producimos muchos menos kilos que en otras partes del mundo porque tenemos una sola floración al año. La teoría dice que cada planta tiene que dar un kilo, pero a veces eso no sucede. Hay años en que cuando está la planta en floración, viene un viento y te tira la mitad de las flores, como también nos pueden afectar las lluvias”.

Continúa Graciela: “En 2013 iba a tener una buena cosecha, pero fue un año muy atípico, con una gran sequía que provocó incendios, seguida de una helada mortal, y perdí todo. Todo el norte perdió plantaciones de mango, banana, naranja. Se veían los cerros nevados y era de no creer. Mi marido me dijo: ‘No se puede vivir sólo de sueños’. Y yo le dije: ‘No sé vos, pero yo voy a seguir’. Él pensó que estaba loca, pero me acompañó. Y lo que más me animó a seguir fue que el INTA había comunicado que en 60 años no se había registrado una crisis como aquella. Entonces pensé que tal vez no volvería a pasar hasta dentro de otros 60 años, y volví a empezar. Porque la gente de campo, tenemos una cultura de lucha incesante, por más que a veces lloramos desconsoladamente. Es que dependemos de la tierra”, reflexiona Graciela.

También cree Graciela que su afán por recuperar la  obra de su padre le viene de su infancia: “De chica viví en otra finca llamada La Estrella, a 5 kilómetros de Colonia Santa Rosa, en el Departamento de Orán. Iba a una escuelita rural donde tenía de compañeros a los hijos de los peones de mi padre. Crecí sin luz de red (sólo un rato por las noches se encendía un generador), con heladera a kerosene y las planchas a carbón. Pero tuve una infancia sana, inolvidable”.

“Hoy en Candado Chico tampoco tengo luz aún, sólo un termotanque a gas y debo comprar las garrafas en Bolivia. Sólo tengo algo de señal de telefonía con un chip boliviano. En verano, con el régimen de las lluvias, se torna peligroso cruzar el Bermejo y cuando el agua sube muchas veces debemos quedarnos una semana hasta poder regresar”.

Graciela nos explica que la mitad del proceso del café se realiza en la finca. Al cosecharlo, el grano queda ‘en pergamino’, con una corteza que es como la del pistacho pero más blanda. Luego, se realiza: o un procesado húmedo, con agua, más industrial y complicado; o un secado natural que lleva menos tiempo”.

En el proceso húmedo, “se realiza la recolección del grano cereza, que es el fruto del café, se lo deja fermentar en los mismos bolsones durante 24 horas, luego se lo despulpa con agua, en bateas, y queda con el pergamino. Finalmente, se pasa al secadero, una tela donde se airea por arriba y por abajo, durante unos 15 a 25 días”.

En tanto, “el proceso de secado natural es artesanal y más simple: se cosecha el grano y va directamente al tendedero en el que el grano -o semilla- absorbe todos los sabores que tiene la pulpa que lo recubre (porque no se despulpa), tomando un sabor dulzón”.

“Luego, a todo el café lo llevamos a otro campo ubicado a 18 kilómetros de San Salvador donde lo trillamos en una morteadora o peladora y le sacamos el pergamino, en el caso del café que pasó por el proceso húmedo, o el pergamino y la pulpa, en el caso del que pasó por el proceso seco”.

Luego de comprender el manejo del cultivo heredado, Graciela fue por más: “Me di cuenta de que debía cerrar el círculo productivo para poder sobrevivir –dice-. Tardé años hasta poner mi propia cafetería, que abrimos en 2019 en la capital jujeña. Le pusimos el mismo nombre de nuestro café Baritú. Está ubicado en la calle Gorriti 291. Allí tostamos el café a la vista de los clientes, con el olfato y el oído, en una tostadora artesanal que mandé hacer en la ciudad de Pergamino, y en nuestro bar lo molemos también a la vista. En el mismo bar montamos un ‘Museo del café’. Al café lo fraccionamos en bolsas de ¼ y de ½ kilo, de papel kraft con un laminado interior, y lo vendemos bajo la marca Baritú, que es el nombre del parque nacional con el que limita nuestra finca y significa ‘pequeña población’ en quichua. Enviamos a domicilio hasta a Córdoba y Rosario, por encomienda. Tenemos todos los permisos para elaborarlo y comercializarlo. No vendemos café verde a granel. Todo sale a la venta tostado y puede ser en granos o molido”.

Ortiz está casada con un empresario del gremio del transporte y tiene 4 hijos. Su marido la apoya en todas sus locuras, dice. Él se encarga del manejo de la finca. Ella hace de todo, pero su fuerte es la difusión y es quien presenta el producto en las ferias. Todos sus hijos saben hacer de todo y colaboran en la producción del campo y en la gastronomía del bar, pero sólo hay uno que se perfila con vocación para continuar la actividad cafetera.

Nos relata sus últimos tiempos: “Durante la pandemia estuve dos años y medio sin poder entrar a mi finca y eso me demoró mucho. Mi marido la monitoreaba por teléfono y pudimos mantener la plantación. Ningún empleado vive allí, sino que van a trabajar desde Bolivia. Retomamos en septiembre de 2022 y ya estamos proyectando qué hacer este año”.

“Mi abuela vivió muy sola en la finca, pero era un ejemplo de empoderamiento y me marcó para toda mi vida. Era muy común que las mujeres quedaran mucho tiempo solas en el campo y tuvieron que ser puntales en todo. Debe ser por ella y por haber visto a mis mayores siendo tan pioneros que a mí me apasionen tanto los desafíos, y cuanto más difíciles, mejor. Para mí no hay nada imposible”, considera esta hija de agricultores a quien parece ser que casi nada la detien.

Luego afirma: “Esto no se hizo solo, nos llevó toda una vida de sacrificio, hasta llegar a la taza de café. Y agradecemos a la gente que valora nuestro esfuerzo. Con la ayuda de Dios y la Virgen, no espero nada de nadie. Si recibo algo, mejor. No me parece bueno que esperemos todo del Estado. Antes que nada, hay que enamorarse de un proyecto y luego con pasión los caminos se irán abriendo”. Recientemente ha comprado una antigua casa en Salta, construida en 1912, donde piensa inaugurar otro bar, Baritú 2, para seguir compartiendo su vernáculo café.

Graciela eligió dedicarnos la canción “Naturaleza”, de Danit Treubig, con la que se identifica como mujer luchadora por cuidar la Tierra.

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