Felipe Pigna, a pedido del Ipcva, escribió una historia descontracturada de la carne argentina ¿De qué se trata?
Para los argentinos el consumo de carne vacuna es parte la vida cotidiana. Sin embargo, esa tradición surgió a partir de un legado que se fue construyendo y reconfigurando generación tras generación. Para hacer honor a ese legado, las autoridades del Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina (Ipcva) encomendaron al historiador Felipe Pigna
Para los argentinos el consumo de carne vacuna es parte la vida cotidiana. Sin embargo, esa tradición surgió a partir de un legado que se fue construyendo y reconfigurando generación tras generación.
Para hacer honor a ese legado, las autoridades del Instituto de Promoción de la Carne Vacuna Argentina (Ipcva) encomendaron al historiador Felipe Pigna la redacción de libro que, con el título “Carne, una pasión argentina”, fue presentado esta semana.
La obra cuenta con la información histórica básica sobre la cuestión, pero no presentada de manera cronológica, sino intercalada con diferentes anécdotas que cruzan distintas épocas y situaciones, en las cuales el eje común es la carne como pilar clave de la identidad argentina.
Desde la introducción del ganado bovino por Pedro de Mendoza en su frustrada fundación de Buenos Aires en 1536, las vacas y toros comenzaron a reproducirse libremente en el territorio pampeano. Los habitantes originarios incorporaron el consumo de carne vacuna a su dieta y en 1580, cuando Juan de Garay funda definitivamente la ciudad, se encuentra con que la verdadera riqueza de las tierras por conquistar eran esas reses y caballos dejados por Mendoza décadas atrás.
Nació así una “civilización del cuero”, porque el principal rubro exportador eran “las pieles” de los animales, como decían los ingleses, los principales compradores, contrabando mediante. La población de aquella aldea del Plata era ínfima y, por lo tanto, el consumo de carne también, aunque la matanza de animales tomaba grandes proporciones por las curtiembres.
Durante siglos esa carne se descomponía en los campos hasta que, a mediados de la década del 10 del siglo XIX, comenzaron a aparecer los primeros saladeros, lo que provocó una verdadera revolución en la actividad ganadera y en la economía de la Pampa húmeda y el Litoral. Por un lado, el ganado se valorizó porque se podía aprovechar íntegramente cada animal; por el otro, se cotizaron notablemente los campos, en especial los de las zonas cercanas a los puertos de embarque.
El general José Francisco de San Martín llevó toneladas de carne vacuna salada en forma de charqui y centenares de ejemplares de ganado en pie para alimentar a su tropa en su campaña libertadora, que comenzó con la hazaña del cruce de los Andes. Esto incrementó de manera considerable el capital de estancieros como los Dorrego, los Rosas, los Terrero, los Anchorena y los Urquiza, entre otros, que modernizaron sus establecimientos y propiciaron la introducción de nuevas razas bovinas, atendiendo las exigencias de los mercados de destino, en particular el británico.
En uno de los capítulos Pigna explica que la carne argentina comenzó a tener fama en el mundo gracias, entre otros, al naturalista Charles Darwin, quien en la década del 30 del siglo XIX recorrió lo que sería la Argentina y se dio el gusto de comer un asado con cuero, nada menos que con Juan Manuel de Rosas.
Al saladero le siguió la exportación del ganado en pie hasta la llegada, en los años 70 del siglo XIX, de los barcos frigoríficos, algunos de ellos con historias de novela. La tecnología de enfriado de carnes pasó de los barcos a los establecimientos en tierra que fueron poblando las costas de ambos lados del Riachuelo. Nacieron célebres frigoríficos como La Negra, el Anglo y el Swift (nombre que permanece hasta la actualidad), dando empleo a miles de trabajadores y ampliando la exportación y el abastecimiento de un mercado interno en expansión.
El historiador cuenta que el consumo cotidiano de carne bovina en la mesa de los argentinos fue una construcción cultural, la cual estuvo marcada por la producción de libros de recetas de cocina que tenían a la carne como insumo central; eso, que comenzó a gestarse desde fines del siglo XIX, se convirtió en un fenómeno masivo en la década del 20 del siguiente siglo a través de las páginas de las grandes revistas como Caras y Caretas y secciones fijas en los diarios de más circulación.
La aparición en los años 30 del siglo pasado del libro de la santiagueña Petrona Carrizo de Gandulfo marcó un hito: fue el mayor best seller gastronómico de la historia argentina con más de 150 ediciones hasta el presente y millones de ejemplares vendidos. “Doña Petrona” siguió difundiendo la cocina argentina por radio y fue la primera en cocinar frente a las cámaras de televisión, convirtiéndose en una de las figuras centrales en un programa muy exitoso de los años 60: “Buenas tardes, mucho gusto”.
Así la carne ha formado parte del menú cotidiano de los argentinos: las milanesas, los guisos, el asado al horno, las albóndigas, las hamburguesas y su majestad “el asado”, excusa para reuniones sociales, festejos y encuentros que propician la amistad.
Pigna repasa como la carne está presente tanto en las letras del folclore como en las del tango y el rock, además de formar parte de guiones de películas argentinas emblemáticas, como es el caso de “Carne”, una película de 1968 filmada por Armando Bó y protagonizada por su eterna musa (y amante), Isabel Sarli. El filme incluye una escena de Sarli junto a medias reses donde dicen “carne sobre carne” en un juego de palabras que hace alusión a una escena de sexo en tan particular lugar.
Imposible que en el libro no esté presente el fútbol al recordar que la selección nacional en la cual jugó Olarticoechea, la misma que ganó el Mundial de México en 1986, concentraba en Club América, que fue el “búnker” elegido por el director técnico Carlos Bilardo para preparar a los jugadores.
En ese “búnker” fueron famosos los asados que organizaba el padre del “10”, don Diego Maradona, junto con Coco Villafañe, el padre de Claudia. La carne era provista por el restaurante “Mi Viejo”, del ex futbolista argentino Eduardo Cremasco, quien después de jugar en el club argentino “Estudiantes” se había mudado para seguir en México y era allí propietario de un restaurante en el barrio de Polanco.
Como no podría ser de otra manera, la carne también fue protagonista de grandes casos de corrupción, entre los cuales se incluye el “debate de la carne” promovido por el senador Lisandro de la Torre, quien denunció la estafa al fisco nacional en que estaban incurriendo los frigoríficos ingleses tras la firma del pacto Roca-Runciman sellado en mayo de 1933.
Mediante este pacto, Inglaterra se comprometía a comprar carne argentina, pero a cambio exigía condiciones no solo favorables a Gran Bretaña, sino directamente monopólicas sobre la producción en el país, prohibiendo por ejemplo la instalación de frigoríficos argentinos que pudieran competir con los de capitales británicos. También el transporte de las medias reses quedaba a cargo de una empresa inglesa, con lo cual Inglaterra dominaba todo el ciclo. Dos años más tarde de aquella firma, en 1935, de la Torre presentó un informe donde denunciaba estas “ventajas” otorgadas al país británico en el acuerdo, sumadas a una falsa contabilidad de los frigoríficos que les permitía exportar sin pagar siquiera los más mínimos aranceles correspondientes.
Tras acusar por fraude y evasión impositiva a los frigoríficos Anglo, Armour y Swift, y señalar que los ministros de Agricultura y de Hacienda de ese momento, Luis Duhau y Federico Pinedo, respectivamente, eran responsables de proteger a ese monopolio, en plena sesión del Congreso, mientras escalaba la discusión, el ex comisario Ramón Valdez Cora –contratado por el Partido Conservador– disparó su revólver contra de la Torre. Su amigo, el también santafesino Enzo Bordabehere, se interpuso en el camino y recibió el impacto de tres balas, dos en la espalda y una en el pecho tras darse vuelta, falleciendo minutos más tarde.
El libro también recuerda que el ganado criollo del que se alimentaban los gauchos es muy diferente al actual gracias al trabajo incansable y sistemático de los cabañeros. Fue en 1836, durante la época de Rosas, cuando John Miller trajo el primer toro Shorthorn al país; dos décadas más tarde, en 1858, se importaron las primeras Hereford y en 1879 el hacendado Carlos Guerrero introduce los Aberdeen Angus.
En la búsqueda de aumentar el comercio internacional y la aceptación de las carnes argentinas en el mundo, asegurando terneza y tamaños adecuados de los cortes, esas razas mejoradas reemplazaron a las criollas, en especial en la zona pampeana. Claro que ese cambio no fue inmediato, sino que requirió de varias décadas para consolidarse.
El libro cumple su propósito –informa y entretiene–, aunque algunos capítulos son un tanto forzados, como el que comenta que Ernesto “Che” Guevara De la Serna comió un bife cuando se reunió en la Quinta de Olivos con el entonces presidente Arturo Frondizi. O bien cuando recuerda que el empresario agropecuario, escritor, político y periodista José Hernández fue uno de los primeros en sistematizar saberes en torno a las tareas rurales y la producción de carnes en una obra, publicada en 1884, titulada “Instrucción del Estanciero”.
Faltan, ciertamente, algunas cuestiones clave sobre la historia de la carne argentina, como el auge del “corned beed”, que fue esencial como aporte proteico para los soldados en la Segunda Guerra Mundial; el surgimiento del asado, esa particular costumbre argentina de consumir el costillar bovino como un manjar; y la reciente historia de cómo el primer gobierno kirchnerista logró liquidar casi diez millones de cabezas del stock bovino y promover el cierre de decenas de frigoríficos gracias a políticas intervencionistas.
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