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?Siempre fui un ladrón de sonrisas?, se define el querido Popo Giaveno, que alterna su trabajo como veterinario especializado en tambos con sus presentaciones como humorista

Fuente: Bichos de Campo 12/02/2024 16:48:55 hs

Cuando le preguntan al veterinario cordobés Norberto Ítalo “Popo” Giaveno (69), cómo es que siendo veterinario llegó a convertirse en tan reconocido humorista, él responde que nunca quiso serlo, pero que un día lo empezaron a llamar para que contara algunos de sus simpáticos y ocurrentes cuentos en alguna peña, y no paró más. Hasta

Cuando le preguntan al veterinario cordobés Norberto Ítalo “Popo” Giaveno (69), cómo es que siendo veterinario llegó a convertirse en tan reconocido humorista, él responde que nunca quiso serlo, pero que un día lo empezaron a llamar para que contara algunos de sus simpáticos y ocurrentes cuentos en alguna peña, y no paró más. Hasta que un día una radio lo sacó al aire y empezaron a llamarlo de más lejos. Tuvo que empezar a viajar y comenzó a presentarse en festivales. “Pero siempre fui un ladrón de sonrisas”, reconoce. 

Hoy Popo es convocado para alegrar muchos eventos agropecuarios, como le sucedía a su difunto amigo, el Gato Peters. Y como éste siguió trabajando de veterinario hasta el último de sus días, Popo tampoco abandona su actividad profesional, mientras que realiza sus presentaciones humorísticas, sobre todo, los fines de semana.

Lamenta Popo la partida de su “hermano” el Gato –así lo sentía-, y como él a pesar de la fama decidió quedarse para siempre en su pago. También como Peters, descansa en su casa los lunes. Le gusta leer libros. Y dedica los martes a sus amigos. Integra un grupo de pesca con el que sale una vez por mes. 

Y si le preguntan a Giaveno hasta cuándo piensa seguir recorriendo el país ejerciendo su sano y envidiable oficio de hacer reír a la gente, dice: “Hasta que me dejen de llamar”.

Giaveno es oriundo de Colonia Vignaud, en el noreste cordobés, cerca de Laguna Mar Chiquita, pero se aquerenció y echó raíces en Colonia Valtelina, a apenas unos 52 kilómetros hacia el sudoeste. En Vignaud se educó en una escuela católica salesiana y recuerda aquellos tiempos con mucho cariño.

Cuando su hermano tenía seis meses de nacido, le costaba pronunciar su nombre y le decía “Popo”. Y así lo llamó su familia para siempre. 

Luego decidió estudiar veterinaria, se recibió y se ha pasado la vida asesorando tambos. Hoy continúa con ese trabajo profesional, si bien ya delega todas las tareas manuales y se reserva para él las tareas de asesoramiento. Podríamos decir que se ha vuelto un gran director de orquesta. 

Cuando le preguntan de dónde le vino aquella vocación de criar animales y su amor por los tambos, responde: “Me crié en una familia de chacareros pequeños, donde mi abuelo renegaba con 300 vacas para sacarles la leche. Mi viejo trabajaba con mi abuelo y nos criamos llenos de sueños. Hoy a los chicos se les da todo, y yo creo que si se les dan las cosas antes de que las pidan, les estamos robando la capacidad de soñar”, cuestiona.

Agrega: “Mi papá cambió el rastrojero dos veces en su vida. Como mi pasión era ir al cine, vendía botellas vacías para juntar los 150 pesos que me costaba la entrada”. 

Con su humor cotidiano, Popo hasta se ríe de sus kilos de más: “Era normal hacer las carneadas todos los años –recuerda-. Una vez asistí a 16 carneadas en un mes y engordé 16 kilos, probando salames –bromea-. Ahora ha quedado muy poca gente, abundan las taperas, que dan pena. Desapareció el corral de los chivos, el chiquero de los chanchos y las carneadas. Todo eso alimentaba el folklore del lugar”.

“Ahora te dicen: ‘Voy a alquilar el campo, pero sáqueme las gallinas porque me comen las semillas, y también los chanchos, los perros’… Me da mucha pena”, define. 

Popo describe cómo ha cambiado su paisaje rural: “Cuando llegué a Valtelina había 42 tambos y ahora quedan apenas 7 u 8, que producen el doble de la leche que lograban ordeñar aquellos 42. Se sacaba la leche en carros tirados por caballos, que cuando llovía rompían los caminos de tierra y no podíamos salir por 3 o 4 días”. 

Relata su origen humilde: “Cuando me recibí, ya me había casado y nos fuimos a vivir a Valtelina, porque ningún profesional quería ir, ya que ni teléfono tenía el pueblo. Yo no tenía un peso y andábamos con mi señora buscando trabajo por todos lados. Fui el primer profesional, en este pueblo, porque ni médico tiene hasta hoy. Todos vienen de afuera. La odontóloga te empieza a sacar una muela y de repente se tiene que volver y te deja con la boca abierta hasta la semana siguiente –provoca risas y arremete-, y peor fue lo que le pasó a Urolote: la mujer le decía ‘¡Dejá de bostezar!’ Y al pobre le había quedado la boca abierta por un palito atravesado, de esos con los que cruzan los pollos deshuesados”.

“Después de 40 años vino René Gutiérrez, también veterinario, al que le presté mi casa hace 4 años hasta que él, dentro de poco, se termine la suya. Mientras yo me mudé a un galpón y ahora somos socios. Monté un local de servicios veterinarios enfrente de mi casa, que hoy atiende él con una empleada. Mi única ‘hija’, Florencia, que adoptáramos de bebé, es el sol de nuestras vidas. Ella decidió estudiar lo mismo que yo y tiene su clínica en San Francisco”.

“Eso sí, tengo otro ‘hijo’ –ironiza-: es un criadero de terneros, una pensión que monté hace 38 años. Me traen los terneros con 10 días de vida y se los llevan a los 3 meses. Crío 3000 al año y hay una época en que tenemos 1200 terneros atados a la estaca, uno al lado de otro. Tengo 4 empleados y yo hago las fórmulas de la alimentación. Es muy especial, lo han venido a ver de todos lados”. 

“El criadero es lo que me tiene aferrado a Valtelina –continúa-, además de la tranquilidad de la vida de pueblo. Me suelen llamar para dar charlas sobre crianza de terneros, porque es mi especialidad”.

Se le ha preguntado por la identidad de su humor y él dice: “Yo a veces me extiendo en mis cuentos, como Don Luis Landriscina, porque también tengo un humor costumbrista con el que la gente se identifica. Me suelen decir: ‘¡Me hiciste recordar tantas cosas!’. Pero nosotros los humoristas comunes no tenemos la seguridad de Don Luis y preferimos robar las risas con chistes más breves”.

Considera que él nació con ese don de hacer reír porque ya los curas salesianos le decían de chico que era el payaso del aula. Y dice que eso le faltó en su vida: ser payaso. Piensa que algún día se vestirá y se pintará de clown para salir a hacer reir a los niños. 

Quien lo conoce en persona se percata enseguida de que Popo es una persona muy inteligente, y sobre todo sabia, como lo era el Gato Peters. Siempre el público aprende mucho de él, cuando se lo invita a disertar en eventos sobre cría de animales, tambos, lechería. Además, bromea desde que se levanta hasta que se acuesta. Así como es en el escenario, lo es en la vida real, la de todos los días. 

Popo posee un hondo compromiso social porque siempre está preocupado y ayudando a los más desvalidos. Su metro noventa de estatura parece ser proporcional a su gran corazón. Con su grupo de amigos de la pesca apadrina la escuelita 108 de San Javier, en Santa Fe, y ya le han conseguido los juegos para el jardín y los arcos de fútbol. Convoca a quienes quieran sumarse, porque aún le faltan computadoras y mucho más. 

Giaveno se reconoce muy creyente en Dios y admirador de Facundo Cabral. Está casado con Analía, a la que llama con cariño “la petiza”, y hasta se declara aún enamorado como cuando la conoció siendo ambos adolescentes. “Es que es la única que me aguanta”, bromea. Ella oficia de ser su mánager, lo acompaña en sus viajes como artista y hace de apuntadora en sus presentaciones, para que no se olvide de algún cuento que había preparado para la ocasión. Al final hace un inventario de lo contado, para no repetirlos en el caso de regresar.

Norberto “Popo” Giaveno todos los años actúa en el club de su pueblo natal, Colonia Vignaud, para colaborar con el mismo. Y en una de esas presentaciones eligió finalizar cantando una canción folklórica, junto a unos amigos guitarreros, que lo remonta a los tiempos en que se crió allí. Mientras sus amigos le hacían el coro, él comenzó a interpelar a sus viejos amigos: “¿Te acordás Pepito, cuando íbamos a la panadería a comprar el pan?” Y así fue reviviendo diversos momentos de su infancia y mocedad, que lo llenaron de emoción aquella vez.

Ahora nos la quiso compartir: “Allá donde fui feliz”, de Peteco Carabajal, por ‘Los Rojas’, Jorge, el Indio y Alfredo Rojas. 

 

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